miércoles, mayo 02, 2007

no estaba muerta. (afírmense que he vuelto).


No exactamente de parranda. Pero no estaba muerta, menos mal. Me pregunto cuántos me habrán echado de menos en el blog. Hay algunos que incluso se “me” aburren y ya no abren la paginita en busca de una nueva entrada de la escritora. Ha habido otros, peores, que han presionado espantosamente, a ratos de manera insufrible. Ahora tan sólo la señorita actriz me lo ha reclamado. No sé si menos mal, no lo sé. Ella tiene una forma de pedirme las cosas que jamás me hace sentir abrumada. Creo que ella entiende perfecto, así, sin grandes necesidades de palabras ni de códigos, muchas cosas mías. Alguna vez escribí, por ahí, en una cosa muy bella, que ambas compartimos un cierto asunto intuitivo común. No sé si he hablado acá de Madame Lupita, me parece que no. No importa. Bueno, la señorita actriz no tiene a la Mme. Lupita consigo (como yo, que cargo con ella, prestándole el cuerpo y la voz cada tanto, a veces por paga y la mayoría de las veces de puro buena onda, no más). Pero la vida nunca te quita nada sin darte alguna cosita a cambio, y a ella le quitaron un tremendo pedazo, y a cambio le dieron una tremenda cabeza, que además tiene otra cabeza sabia, interior, antigua e intuitiva. Yo estoy convencida que es con esa otra cabeza con la que ella, esa bella actriz, me entiende sin necesidad de tanta parafernalia lingüística. No va sólo en ser mujer, porque tengo muchas otras amigas mujeres que me quieren y me aceptan, pero no siempre me entienden, así tan fácil. Debo explicarme y aún así, a veces, no me entienden. Ella no. Ella me entiende siempre. Por lo que, viniendo de ella el reclamo amoroso por mis letras en este espacio (que ella jamás llama blog, porque no hay caso, no se aprende que esta cosa es un blog, que este servidor se llama blogger, que, yo, al escribir acá me transformo en blogger, etc.) yo me lo tomo en serio y rompo el silencio. Por último para que vea que le tomo el reclamo, y que, viniendo de ella, no lo siento presión. Viniendo de ella, jamás es presión. Así como yo le digo “actúa”, “alimenta tu alma”, a pesar que conozco perfectamente las circunstancias estresantes en las que se desarrolla su vida actual, y sé que es muy probable que sea imposible que, al menos por ahora, ella logre pisar las tablas. Sé que ella entiende que, viniendo de mi parte, no es presión. Es aliento, o mejor dicho, es saberle leer lo profundo. Respetarla en lo que ella es. Porque muy luego (la vida pasa últimamente tan rápido, joder, mi hijo ya tiene diez años, mi pequeña sobrina que siempre fue mi niñita adorada ahora es una adolescente preciosa, y ya debo irme resignando a que va a crecer, va a madurar, se va a enamorar y etcétera) tendrá otra profesión, al parecer más rentable que la inestable ruta de las compañías de teatro, donde hay poca gente-gente y demasiado ego. Sí, muy luego ella va a ser profesional en otra cosa. Pero ella jamás dejará de ser lo que es. Me refiero a que siempre va a ser actriz, esa cosa estrambótica y excéntrica. “Cuática” digo yo. Esa gente cuática, le digo yo, cuando hablo de la gente del teatro. Esos huevones cuáticos que son exagerados, histriónicos, simpáticos, sensibles y que, menos mal, existen en este mundo tan condenadamente frío y aburrido. No sé si son todos iguales a ella, pero yo siento cosas parecidas a las que me provoca ella cuando conversamos, al ver muchas entrevistas a algunos actores buenos. Actores-actores, como dice ella, gente que tiene teatro, por estudios o por último por trayectoria real. No esa gente que es simplemente linda y que ponen a actuar para rellenar una teleserie. Sí, la señorita actriz seguirá actriz hasta su muerte, que espero sea en muchos, muchos años más. Y, como partí hablando de la intuición, agregaré que creo que así será, que en muchos años más será su despedida de este mundo y que seremos amigas siempre, y eso me alivia enormemente. No es malo tener amigos así. Más bien es bueno, en estos tiempos en que ser a veces duele, y ser con ella, menos mal, no sólo no duele, sino que además es dulce, es agradable, es tan lindo. Es simplemente ser. Así como me pasó con mis grandes amigos históricos, con el Checho, por ejemplo, en la ciudad de las almas pusilánimes (por la cresta, me cuesta quitarme el odio por esa ciudad infame).

Con el Checho recuerdo haber simplemente estado, horas de horas, sin hacer nada en particular, a veces incluso sin cruzar palabra. Echados en una cama enorme, ambos, mirando el techo, riéndonos de cualquier estupidez. Caminando en la noche, tan contentos de estar juntos, simplemente, juntos. Todavía recuerdo la mirada de perro guacho que puso cuando ya era un hecho que me vendría al Sur a estudiar. Yo huía del Norte, y me iba lo más al Sur que me permitía mi elección vocacional. No era chiste, eran varios kilómetros, yo no me iba como la mayoría, a lugares más bien cercanos, para estar cada tanto de vuelta. Yo me iba, y volvía con suerte en vacaciones de invierno, y si no, volvía en el verano. El Checho lo sabía todo, por supuesto, lo supo desde que nos hicimos amigos, un año y poco más antes. Sabía en todos sus huesos que yo me iría sin vuelta de esa ciudad, que era un hecho que me iría como me fue en la prueba de aptitud académica, y que iría muy poco de vuelta. Lo sabía todo, pero como que lo olvidó, hasta que faltó un día para que yo me subiera al bus. Ahí me dijo “y yo qué hago ahora sin la Pigú en esta ciudad de mierda”. Fue muy triste, tanto como dejar a la dulce Claudia, mi primera amiga verdadera, que me enseñó a querer incondicionalmente. Fue muy triste, lo siento. Aún así él sabía que lo correcto era eso, irme.

Luego, en mis visitas a esa ciudad (yo, en mi corazón, me fui ese día de marzo, con diecisiete años, el resto de las veces fueron visitas, a veces más largas, otras más cortas) nos reencontrábamos y la cosa volvía a su punto normal, como si nos hubiésemos dejado de ver apenas ayer. Con la única diferencia que ahora debíamos contarnos un par de cosas de nuestras vidas, yo le contaba de mis novios o amantes, de la universidad, de las nuevas amigas (nunca tuve otro amigo, creo). Él me contaba de sus asuntos. A veces, porque tampoco me contaba mucho. Eran tiempos muy duros, en su vida. No siempre me enteraba de lo que él hacía, la verdad. Una vez fue a verme, a mi casa, en el verano. Tal cual, me fue a ver. Golpeó la puerta, venía con su primo, creo que ni siquiera me habló. Se sentó en el sillón, frente a mí, mientras yo trataba de hablar con su primo, porque él no me habló en lo absoluto. Pasados unos minutos, se puso dificultosamente de pie (nunca supe si estaba sólo borracho o borracho y perdido de drogado, la verdad), y fue hacia la puerta, y se fue. Así como lo cuento. Y cuando, ya en la puerta, se me ocurre preguntarle “qué onda” me respondió (les juro que es verdad palabra por palabra, su respuesta) “quería verte”. Claro, ya me había visto. Ahora se iba. Y se fue.

Sé que el Checho no era el mejor partido amistoso para un hijo, menos para una hija. Sin embargo, por alguna extraña razón, mi madre no lo hostilizaba demasiado. Menos mal, ese día de su visita ella no estaba, parece. Creo que, de hecho, yo estaba sola. En verdad no recuerdo muy bien muchos detalles, pero sí que recuerdo perfecto esa visita del Checho. Recuerdo su mirada absolutamente perdida, sus pasos vacilantes, sus gestos lentos, y la forma en que se sentó en frente de mí y me miró, sobre todo recuerdo su mirada, que en esos minutos, en el sillón frente a mi sillón, no fue perdida.

Hay muchos, demasiados momentos-Checho que son dignos de contar, y de hecho, se los he contado a casi todos mis amigas, e incluso a algunos amigos (luego, en el tiempo en que sí tuve amigos, primero el Jorge, luego Etxe). Pero mi favorito, en el recuerdo, siempre, es el de la visita a la cárcel. Es así, muy triste, pero tiene una cuota de belleza difícilmente superable, al mismo tiempo. No lo voy a relatar con detalle, pero sucedió así: mi padre muere, y viajamos al funeral todos en la familia, mi madre, mi hermano, y mi hermana ya casada y embarazada, con casi sus nueve meses (mi sobrina adorada nació 18 días luego de la muerte de mi padre). Luego del funeral, estando aún en esa ciudad, me avisan que el Checho está en la cárcel. Yo lo voy a ver. Lo encuentro solo, en día de visita, porque ese día le darían permiso para asistir al funeral de su abuelo, que, nótese, era la persona a la que él más quería en esa casa. ¿Qué es lo lindo de esto? Se preguntarán ustedes. Lo lindo de todo esto es el abrazo que nos dimos, porque nos lo empezamos a dar desde lejos, en cuanto él me vio, a muchos metros de distancia abrió sus brazos y los mantuvo así hasta que yo me hundí ahí, me escondí ahí y lloré lo que aún me quedaba por llorar de mi padre. Lo lindo de todo esto es que ni él, ni yo, supimos de nuestros respectivos duelos hasta que nos encontramos adentro de esa cárcel. Lo lindo de esto es que a mí me importó un comino ir a verlo a la cárcel, y que muchos de sus supuestos amigos no lo habían ido a ver. No hablo del dolor de saberlo preso, porque eso duele siempre (los amigos jamás deberían estar en la cárcel ni en el hospital, me parece a mí). Me refiero a las circunstancias, a recién haber enterrado a mi padre y luego, casi de inmediato, ir a verlo al Checho a la cárcel. A mí me dio maní, no me hice el menor problema por eso, a pesar que no fue muy agradable el hecho de tener que ser revisada, por todos lados, por una gendarme, antes de pasar al patio de la cárcel.

En fin, el Checho y yo luego nos fuimos distanciando, pero extrañamente no fue un distanciamiento sin amor, sin interés. Simplemente ambos entramos en las ligas mayores de la vida, él se casó, se separó casi de inmediato y luego se volvió a juntar en pareja con otra mujer, y yo dejé de ir a esa ciudad por nada menos que once años. Y en medio de eso me embaracé de mi hijo. Volví llena de nostalgia y tenía sólo una cosa clara en la mente: debía verlo. Como fuera que fuera, pero debía verlo. A la Claudia también me costó ubicarla, dos días, luego de mi llegada, pero luego de eso, nos vimos todos los días, cada vez que yo podía. Pero al Checho, tan sólo lo vi dos veces. Fue una especie de odisea el poder verlo, y se confabularon a mi favor su hermana y su madre. Un asunto tremendamente triste para mí, porque era debido a su pareja, que según la hermana y la madre, era una especie de arpía manipuladora, hipercontroladora y posesiva. Me dio una pena atroz todo ello, inevitablemente reviví episodios violentos en mi cabeza, sólo que esta vez era otro el protagonista del chantaje por el terror o la manipulación. Me contaron tantas cosas, la verdad, de ella, y lamentablemente pude confirmar algunas. No sólo por la madre y la hermana, sino por mí misma. Su propia madre me lo llevó a mi casa. Sentí el timbre y supe de inmediato que era él, aún no cambiaba su forma de llamar a la puerta. Fue hermoso verlo, me lancé a sus brazos y lloré mucho, aún no sé muy bien el porqué, pero no podía contener las lágrimas. Fue un abrazo muy rico, además. Nuestras pieles nunca se llevaron mal, por otra parte. Recuerdo sesiones enteras en que él se dedicaba a sacarme las canas de mi cabeza, una por una me las detectaba y arrancaba. Ahora era él el canoso y yo, sorprendentemente, no parecía canosa. Creo que nunca tuve tantas canas como en mi adolescencia, y claro, ahora que miro las cosas hacia atrás, lo comprendo perfectamente. Es impresionante como el cuerpo habla a veces. A gritos. Fue muy divertido, porque él en un minuto lo notó, se rió y me dijo, “Oye, ahora no tienes canas, ¿Qué fue de tus canas?” y yo le respondí lo más lógico que se me ocurrió: “Es que tú me las sacaste todas”. Ahora, mirando hacia atrás, creo que dejé las canas en esa ciudad. Es increíble, sólo ahora, al escribirlo, me doy cuenta de ello.

Lo siento, ando muy demasiado nostálgica (de hecho, en mi msn sale “con saudade galopante”). Creo que tiene que ver con ciertas fechas ancla en mi vida, cierto aniversario o qué sé yo, asuntos nostalgiosos, repetitivos. Suele pasarme que escucho o leo de ciertas personas, más cercanas al presente, partes del discurso de este hombre, mi querido e ilustre Checho. Cuando fui a la ciudad infame, me conecté en línea con el Eo, y le dije, para poder resumir, que no había habido un día sin que yo llorara, por nostalgia, por recordar daño. Le dije “voy a necesitar escribir un libro para poder exorcizarlo”. Creo que algún día escribiré ese libro pero no sé si seré culo de mostrarlo. Es complicado ser autobiográfico, yo jamás lo soy. Digo, aparte de este blog. Sólo tomo prestado trozos de situaciones, por lo general no mías. Incluso cuando trato de ser autobiográfica, siempre me cuesta poner el límite entre lo que fue, lo que recuerdo con certeza, y el mito que en mi interior he ido tejiendo acerca de ciertos hechos. Escribir acerca de uno es siempre mentir, lo sé. Pero lo triste es que son mentiras muchísimo más blandas que lo que pudo ser el horror, al menos en mi caso. Estando ahí, en esa ciudad, de pronto recordaba sin querer cosas que de verdad tenía olvidadas. Una cantidad de ausencias, por sobre todo. Ausencia, eso resume muy bien. Ausencia de adolescencia, ausencia de fiestas, ausencia de pololos, ausencia de dignidad, de libertad, de paz, de calma. Hubo sólo miedo, a cada rato, no siempre presente pero siempre acechando. Y amigos, eso sí que sí. Estuvo el Checho, por supuesto, y estuvo mi Claudia. Con ellos me bastó para sobrevivir, para protegerme, para respirar. Ellos me fueron leales, incorruptibles, férreos. Recuerdo un par más de amigos pero claramente, no fueron leales. La prueba de honor está en cómo se refieren al infame en mi vida. Si pretenden hacerlo pasar por algo simpático y livianito, dudo de su lealtad. Bueno, hay un par más por ahí, también. Que me fueron leales, en el fondo, pero no me eran tan cercanos. El resto se sumó a la cobardía y la infamia del infame. Pero el Checho no, ni tampoco mi Claudia. Con esos dos me basta. Y no saben cuánto los extraño a ambos, ahora, justo ahora.


¿Querían blog? Bueno, ahí tienen. Y se viene la Welele, aviso. Ya se viene escribir de ella, la querida Welele. Afírmense, familia H-C.