domingo, mayo 31, 2009

El hilo, la aguja, y el dedal.

Las historias de mis relatos, a veces, son mucho más entretenidas que los relatos en sí. Me pasa, desde que más o menos empecé a escribir relatos largos, cortos o muy cortos, que me encuentro con ellos en la cara. Escribí, por ejemplo, lo de Cuba (que en verdad podría haber sido cualquier otro país, pero se me dio Cuba no por joder, sino en homenaje a las múltiples noches escuchándoles la nostalgia a mis amigos cubanos).
Ahí puse eso de la abuela y el protagonista, y en general de toda la familia que lo trataba como si lo hubiesen dejado de ver apenas ayer, y no hace veinte años, de la natural comodidad casi instantánea. Eso ya lo conté en El factor Cuevas. Pero no conté que mi madre y su prima paralela no sólo llevan los nombres iguales (mismo nombre, mismo primer apellido), y se llevan por un año o dos, sino que ambas, en la juventud, se dedicaron a lo mismo: hacer costuras. Coser, con máquina, en el tiempo en que la gente no compraba mucha ropa hecha, sino más bien la mandaba a hacer según modelos de revistas, o según su propio diseño.
Mi madre dejó de coser cuando se casó. A veces cosía para nosotros, recuerdo que yo usé ropa hecha por ella. Recuerdo haber jugado con la máquina de coser, haberle cosido a mis muñecas o algo así. Recuerdo lo jodido que era enhebrar la aguja de la máquina. Recuerdo la máquina para hacer ojales, que me era prohibida, y por lo mismo, deseada hasta el extremo que igual la abría, y revisaba, para dejarlo todo en su lugar, sin que mi madre siquiera se enterara, pero nunca le encontré la gracia, hasta que pude ver a mi madre usándola. Recuerdo las huinchas de medir, los alfileres, la puntada atrás, el pespunte, la basta, el corte al bies, el comienzo y el remate sin nudo. Muchas de esas cosas las debí aprender en la enseñanza básica o media (primaria o secundaria). De hecho en enseñanza media debí de hacer a mano una camisita para un bebé. Creo que me quedó, lo que en sí es un milagro de paciencia y constancia, porque a pesar de la carga genética a favor de las agujas e hilos, yo no heredé de mi madre la prolijidad en la puntada ni la paciencia para pasar el hilo sin que se me anudara cada tres puntadas. Yo sé coser a mano, claro. O más bien “pego las cosas con hilo”, pero la estética no es parte del contrato. Le echo la culpa a los hilos, los de antes no se anudaban de cualquier nada, como los de ahora.
La prima paralela de mi madre, en cambio, no se casó, y siguió cosiendo. Ahora está grave en un hospital en Valparaíso, su sistema respiratorio está fallando. Mi madre dice que es por las fibras de las telas e hilos que fue absorbiendo en sus pulmones, de tantos años de coser. Yo me sorprendo y pienso que quizá tenga razón, y que menos mal que mis padres se casaron finalmente, luego de trece años de noviazgo.
Hace ya casi cinco años, la circunstancia que hizo que yo concibiera la historia de Becca, con Fernando incluido, partió por una conocida mía, madre de un compañero de curso de mi hijo, que trabajaba en su casa, y estaba muy ocupada a ratos, espantosamente ocupada. Ella cosía o cose. Entré a su casa y fue recordar de golpe: las tijeras, las huinchas de medir, los retazos, hilo, agujas. Ella sí que tenía gran demanda, usaba una máquina para coser poleras (camisetas, remeras), polerones, chaquetas, y pantalones deportivos, para los colegios de su sector. De vez en cuando, además, debía de hacer los trajes que le encargaban para las galas artísticas o de gimnasia, o las celebraciones propias de septiembre, donde cosía para un curso veinte pantalones blancos, veinte faldas negras con cintas verde, amarillo y rojo, veinte pañoletas, veinte chalecos, etc.
En medio de uno de los días de estrés de esta mujer, yo concebí el comienzo de Becca, por casualidad, por rebote, en mi mente ociosa. Ayudó el hecho de ser ella madre de un niño un poco mayor, el que dio origen a Fernando y la historia de Becca. Todo en Becca es ficción, cosa que a Antonio-Granada le costó enormidad asumir (sobre todo Becca, que no soy yo, aunque se me parece a ratos), excepto un personaje, Julius, que en verdad existe en mi vida, y al que adapté para que también fuese el psicoterapeuta de Becca.
Concebí lo de Becca (no sé porqué, aún resguardo ese nombre para mi novela, aún no me atrevo a decir en voz alta el nombre verdadero) durante el final de 2004, y desde el 8 de febrero de 2005 hasta más o menos, el 8 de febrero de 2007, la escribí. Eso no quiere decir que durante 2005 y 2007 no la haya concebido, pensado, pero la mayoría de lo que escribí lo “hamaqueé” antes. Escribir esa novela, que ya no me gusta, que no quiero arreglar (porque siento que no se puede, además), en un principio, fue algo hermoso en mi vida, sentirme embargada de inspiración, sentir que estaba atrapada por un tema, sentir que lo podía escribir… todo eso fue hermoso. Pero ese tiempo estuvo plagado de contratiempos materiales y espirituales, y sobre todo un gran quiebre en mi interior. Dejé de creer en mí, o dejé que otros dijeran, una vez más, de lo que soy capaz, y sobre todo, de lo que no soy capaz, y me adscribí a esa definición. Creo que pensar hoy en Becca me llevaba siempre al abismo de recordar ese quiebre.
Hasta que hace un par de semanas debí de buscar un dedal para arreglarle la chaqueta a mi hijo. Debía de coser velcro y no podía a mano, sin un dedal, es decir, podía pero a duras penas, con mi dedo dolorido y encallecido. Donde vivo, se supone que hay bazares donde se podía comprar un dedal, pero recorrí los más cercanos a mi casa y no, habían tenido pero ya no. Así me fui alejando cada vez más de mi casa, hasta que llegué a un bazar donde la conocí.
La señora Emilia es una especie de paralela de mi amiga costurera en cuya casa, y de rebote, empezó a gestarse Becca. Es paralela porque, obvio, también cose (me habló porque me vio tratando de comprar un dedal, y me ofreció generosamente el suyo, prestado). Es paralela porque también tiene dos hijos. Es paralela porque tampoco se casó con el hombre de su vida, padre de sus hijos. Mientras la escuchaba, e iba sacando la cuenta de la similitud en ambas historias, yo no cabía en mí de la impresión.
Me acordé de Becca. Pero no me acordé de la novela, ni me acordé de lo mal que lo pasé escribiéndola. Me acordé de cuando comencé a escribir esa historia que se me fue complicando en el camino. Me acordé del momento numinoso en que me dejé llevar por el impulso siempre frágil de creer en mí. Me acordé que escribo porque me gusta. Me acordé que un tiempo, escribí en peores circunstancias…
Me acordé que escribo para que me lean. Me acordé que tengo lectores, pocos, pero los tengo. Me acordé de Antonio, de la srta. actriz, de Etxe ex Nadie, del señor M., me acordé de Xavier. Me acordé de mi sobrina, que también tiene un blog.
El dedal es mío, la señora Emilia me lo regaló. No es cualquier dedal, es un dedal de los buenos, de los que ya no se hacen. Me lo regaló porque dijo que ella ya no cosía a mano, que siempre odió coser a mano. Ahora lo tengo conmigo, en casa, el dedal, y de a poco, iré cosiendo y zurciendo una serie de trabajos pendientes, en los tiempos muertos de mi vida. Me meteré a coser en la cama, mientras hilvano una serie nueva de historias, que desde hace mucho quería escribir. Iré cosiendo con mi puntada dispareja, mientras le doy en mi cabeza a esta nueva serie, que de hecho, pugna por salir de mí hace un buen tiempo.
Es bueno acordarse, de vez en cuando, de quién uno es, partiendo por acordarse qué es lo que más nos gusta hacer, qué es lo que nos apasiona.