domingo, julio 26, 2009

el dulce nombre de mi hijo

Ella murió. La prima paralela de mi madre, murió. Mi madre me avisó que ya no había nada que hacer, que estaban simplemente esperando. Hace un mes o más, me avisó. Luego, llegando al norte, me dijo, “murió …” y pronunció su nombre- se llamaban igual, recuerden.
Así que ahora queda solo mi madre con ese nombre.

Nombre, nombres. Bauticé a mi hijo este año. Fue una decisión valiente, una bonita forma de echarme encima un caudal extra de estrés, de perderme de mí misma a ratos, de tener que coordinarse con los de allá y los de acá, de sentir que hablo pero no se me escucha (es justo decir que se me habla y yo no entiendo a su vez; o peor aún: escucho, pero no entiendo o entiendo al revés).
Fue ahí cuando vino mi madre y por primera vez, en muchos años fue una bendición tenerla conmigo, a pesar de los roces que tuvimos.

Hicimos dulces. Ese fue nuestro compromiso con la fiesta. Yo me embarqué en un torta mil hojas, la segunda de mi vida, que sin mi madre no hubiera jamás logrado sacar adelante y que me quedó maravillosa, además de monstruosamente gigante. Como cinco kilos, más menos, calculo, la cosa obesa, dulzona y espectacular, coronada por cinco palomitas de azúcar.

Además nos tiramos con la empresa de hacer repollitos, eclaires, o profiteroles. Les nombré todo el rato con esos tres nombres, aunque en estricto rigor, eran repollitos, no más, redonditos, crujientes, rellenos luego con manjar unos pocos y con crema pastelera los más. Y comprendí cómo mi madre nos llenó el alma de dulce en nuestra infancia. Cómo, para cada cumpleaños nuestro ella no sólo hacía la torta sino que además, un montón de otros dulces: roscas (fritas), cachitos rellenos con manjar, alfajores (de los que son como hojarasca), y los repollitos.

Mientras cocinábamos le iba preguntado cómo lo hacía para hacer tanta cosa. Recuerdo que ella se encerraba en la cocina, a cierta hora y ya no dejaba que entráramos, sobre todo a mi hermana que adoraba chupar la masa cruda del bizcocho, costumbre que traspasó (no sé si por aprendizaje o por carga genética) a sus dos hijos que ahora vienen a comerse la masa cruda de mis galletas y de todo aquello que de dulce se haga allá en su casa o en la mía.

Sin embargo, los famosos repollitos no los hacía siempre, según ella una vez cada tanto, o los hizo un par de veces. Yo recuerdo esos repollitos, sin embargo, y me sentí la más ruda de las rudas de la historia de la repostería cuando vi que los míos inflaban y se doraban en mi propio horno, y comprobé la maravilla de verlos cocidos y crujientes pero huecos por dentro. Es una cosa maravillosa, simplemente. Hacerlos es todo un procedimiento mágico, un proceder de cierta forma, con un respeto al cálculo y al proceso, no apto para gente impaciente o poco detallista.

Conversábamos con mi madre, antes, durante y después, lo de los repollitos. ¿A quién se le habrá ocurrido hacerlos por primera vez? ¿Qué chef o cocinero ocioso o goloso descubrió que la masa inflaba quedando hueca si se procedía de esa forma? ¿Quién fue el primero? ¿O habrá sido una serie de inventos, paralelos o concatenados?

Las recetas de mi madre están conmigo en una bolsa que trata de preservarlas, pero que ya está siendo insuficiente. Me he decidido a copiarlas y ojalá, hacerlas al menos una vez para saberle el detalle que no se dice en esos papeles desvaídos. En medio de las recetas, donde se mezclan las letras de mi madre, algunas tías, algunas amigas de mi madre, mi propia letra, encuentro la letra de mi padre. Sé que ese papel anda ahí, sé porqué mi madre lo conserva, sé que significa, y me dan ganas de enmarcarlo. Quiero traspasar todas las recetas para que mi madre pueda por fin recuperar esos papeles, junto con el papel de mi padre. Me encanta asistir a ese amor eterno, saber que ella aún lo ama, que aún le duele su ausencia a ratos, que ese papel habla por mi padre, diciéndole aún cómo la amó, y cómo aún la amaría de estar vivo.

De a poco lo voy haciendo, transcribirlas. Algunas hay que adivinarlas, como los tipos de CSI, buscando el rastro de una tinta que se desvaneció, imaginando lo que no se puede leer, suponiendo que son cucharadas y no cucharaditas de esto o lo otro. Es entretenido, pero es complicado. Me suena a lo que un amigo en otro país me dijo que hacía al recuperar unos documentos en castellano antiguo. Algo realmente poco útil, pero que en una de esas, sí es útil…

Yo acá recomienzo con mis galletas que se convierten en alfajores. Vendo algunas y algo de dinero hago. Son las galletas Pigú que envié hace algún tiempo a varios de quienes me leen, donde requeríase de un idiota enfurecido. Ahora he simplicado la receta, simplemente uso azúcar morena y al idiota, si está, le pido ayuda con otras cosas, o hago yo de idiota todo el rato mientras las hago cantando muy feliz. Es triste poder hacerlas ya sin idiota, es decir, sin chancaca (el idiota era para rallar la chancaca, pero resultó que era más simple e igual de caro comprar azúcar morena y olvidarse de todo). Pero business are business, así que siendo ricas (y en verdad, lo son), y sobre todo, vendiéndose, no hay problema.

Y emprenderé luego otras recetas, es decir, inventaré unas nuevas. Con avena, y el difícil camino sin azúcar. Hacer dulce sin azúcar, en cualquiera de sus versiones, o miel, es algo que me conflictúa, pero me exige.

Fue lindo lo del bautizo. Fue lindo tenerla a mi madre, cocinar codo a codo con ella, recuperar el nombre de mi hijo, consolidándolo en ese ritual para mí imprescindible, rodeado de esa cantidad de estrés, de un dulce y empalagoso estrés. Conservo una palomita de azúcar aún conmigo, las otras las regalé a los que ayudaron en la fiesta, a los padrinos que se sacaron los zapatos trabajando y poniendo dinero para la fiesta del nombre de mi hijo, mi madre, obvio, y otros amigos.

Acá les dejo, rodeada de recetas, creando otras nuevas, esperando que regrese el recientemente sacramentado de sus vacaciones de invierno con su padre, sumida en una saudade sin precedentes, esperando que con el crío regrese la calma de los días normales, abrigándome…
P.D. El papel de mi padre dice Cumpleaños Feliz y salen dibujadas unas notas musicales a los lados y arriba. Sobre ese papel le dejó, hace mucho, un reloj, en la madrugada de su cumpleaños, antes de partir a trabajar.