miércoles, diciembre 30, 2009

la risa, el ser, Baldur, y se nos fue el año.

Me acaba de decir mi futuro ex jefe que nunca había trabajado con alguien que se riera como yo con esa risa viciosa, engañadora, multiplicadora e incontenible. Yo con mi sobrina me río hasta que me duelen los músculos abdominales, es mi único ejercicio en que los pongo en práctica, creo, bueno, quizá cuando hago el amor los use para algo, pero no me duele el cuerpo como cuando me pego esas maratones de risa endorfínica. Reírse es como una droga, te ríes y te ríes y te emborrachas de tu propia risa, embriagas al resto de las personas que contigo están, te ríes y el mundo entero ríe por un momento. Con mis mejores amigas me río, con mis amigos, con mi hijo, me río hasta que quedamos exhaustos, lo mismo con mi madre. Me río mientras escribo esto de acordarme de los motivos de la risa con mi hijo y madre: en general, de nada, de cualquier cosa nos podemos enganchar en el maravilloso y misterioso país de la risa.

Ese país es eterno en mí, conozco sus estaciones y sus puertos, sus casas y habitantes. Me he llegado a mear de la risa. Con mis amigas más intelectuales uso el humor así, elevado e intelectual, profundo y sabio. Con el resto de la gente uso el humor a secas, reírse de un nombre de calle, de un truco con las palabras, de lo que sea, de lo que venga, de mí misma, sobre todo me río de mí misma. Creo que la gente que no sabe reírse de mí misma es gente definitivamente obtusa. Gente que no aprende o aprende puras estupideces prácticas, económicas, políticas. Imbecilidades. Yo en cambio, me río de mi falta de dignidad en el amor, de mi definitiva falta de concentración (en la oficina me retan porque hago sonar la alarma a cada tanto, yo no le veo nada, nada de aporte a la alarma pero ellos, tan serios, se juntan y me dicen que debo concentrarme más, que no puedo ser tan dispersa). Yo soy dispersa, gordita, apasionada, y de todo eso me río. Me río de mi poca paciencia con mi hijo, de lo mala que soy con él a veces, de lo floja de mi sobrina (pasará todo el verano en piyama excepto cuando salga, que es cuando se baña, perfuma y viste como adolescente normal). Me río de muchas cosas, la mayoría de las cuales yo misma genero, como los “apú” con mi hijo que no sé porqué, nos dan ataques de risa a ambos, y a nadie más.

Me río con Baldur, ah, con Baldur sí que me río, pero esa debiera de ser una entrada nueva en este blog. Hablar de Baldur es hablar de otra cosa, de una dimensión distinta de mí, yo me junto con Julius, que es Bascur, hasta que le digo Baldur y empieza la maravilla. Baldur es la puerta a un montón de cosas. Por sobre todo a la liviandad del ser. El ser es liviano cuando se encumbra en la risa. La risa lo hace elevarse, le quita peso, el ser entra de lleno a la totalidad de la mano de unas buenas carcajadas.

Ya dije, de Baldur hablo otro día. Es un buen desafío intentarlo. Y del ser, también, otro día. Y del existencialismo de la risa, y de todas las pavadas que se me vengan en gana, pero eso será ya el próximo año. Por ahora entierro este año sin la menor de las penas, se fue el año, no más, y qué tanto, fue un año bueno para mí y mi hijo en muchas cosas, y malo para otras, fue el año en que me decidí a amar sin tantas vueltas, total, amar se me da natural, y da lo mismo para dónde se me va el deseo, me merezco amar y ser tocada hasta la médula.

Amigos, amigos. Les dejo. Hasta el próximo año. Hasta la próxima entrada. Hasta entonces, quedo siempre, siempre

Suya

La que escribe.


jueves, diciembre 24, 2009

Navidad

Llevo muchas navidades en el cuerpo, pero esta es la primera, desde que fui madre, que no estaré con mi hijo. Eso, y otras circunstancias especiales me ponen sensible y de cualquier nada me caen unas lágrimas.

Ayer llegué a mi iglesia con ganas de rezar, cantar y tener buena onda, pero no hice nada más que la primera cosa, pues me seleccionaron para la misa del domingo, así que hube de quedarme a una reunión larga y agotadora, donde leí mal, no sé, apurada, y me criticaron y dije, no se preocupen, he de leer bien cuando llegue el momento. Para peor, antes de entrar a la reunión me peleé con una hermana del movimiento, porque no paraba de decirme que estoy gorda (lo que es cierto). En Chile no se acostumbra a ser asertivo, así que por lo general una es considerada una pesada. Ya estaba demasiado agotada, la verdad.

Así que la primera lectura del domingo la hago yo. Es extraño, fui a buscar energía y sentí que la energía la entregaba yo a esta futura misa. Y sin embargo, por disciplina o por lo que sea, me cuesta decir que no, sobre todo si me piden eso, participar de una misa, al Señor no le puedo decir que no, no puedo no más, justo ahí donde antes no había más que confusión y cero energía surgió la energía suficiente como para armar el panorama de lo que haremos el domingo junto con la gente.

Ya en casa, agotada, extrañando a mi hijo, me puse a pensar en los arbolitos de Navidad que he armado y desarmado, en las navidades pasadas, de cuando era niña, me invadió la nostalgia, pero es una nostalgia buena, difícil de explicar. Siento que esas navidades pasadas cuando niña las llevo adentro de mi corazón, guardadas envueltas en un paño húmedo (húmedo de lágrimas frescas, las que he vertido últimamente al añorar la cabecita pelucona de mi chicoco sobre mi pecho, suspirando y diciéndome con su voz especial “mita, mita”). Recupero esos recuerdos húmedos y la maravilla vivida vuelve a sentirse.

Recuerdo el arbolito de Navidad, el primero que tuvimos. Era de un material extraño, tieso, envueltas las ramas en una especie de follaje verde imitación pino, y la verdad ya no recuerdo más, porque pronto fue reemplazado por otro, plástico, canadiense, que tenía una estructura de plástico más densa y sobre ella se montaban una a una, unas hojitas verdes, como de coníferas. Recuerdo haber estado horas en el pasillo frente de mi dormitorio enchufando esas hojitas en esas ramas, una tras otra, hojita tras hojita, enchufa que te enchufa, hasta que me cansé y ya era hora del té (a las 5 exactas).

Luego las ramas se armaban en el armazón, y se ponía el árbol en el lugar asignado, un lugar de honor, y se procedía a adornarlo. Esto era lo más mágico, lo que aceleraba mi corazón a mil, lo que hasta el día de hoy quisiera reeditar pero no logro encontrar los adornos justos. Eran de esos de vidrio soplado ¿los recuerdan? Eran de vidrio soplado, coloreados con colores metálicos, un cisne rosa, estrellas doradas, incluso había uno trasparente, y eran una verdadera pieza de arte. Todos los años se rompía uno. Se hacía añicos en el piso, dejando un polvo brillante y algunas lágrimas mías sembradas alrededor.

Mis hermanos y yo éramos felices y libres, esperando la noche mágica. La cena era una cosa aparte, mi madre ponía el mantel blanco, blanco perla, y copas que sólo se usaban esa noche y la del año nuevo. Carne mechada, a la cacerola, ensalada de papas, arroz, bebidas. Y luego pan de pascua, uno exquisito que hacía mi madre, como casi todo lo dulce que yo comí en mi infancia, receta que he rescatado y de la que sólo recuerdo que llevaba dos cucharadas de vinagre blanco, que ni idea para qué aportaba.

Yo no hago pan de pascua, no al menos esta Navidad. Hice galletas, la receta es mía, es decir, es inventada por mí, a partir de una tarde de invierno en que se me ocurrió hacerlas y glasearlas.
Lo mejor de esos recuerdos de Navidad es que mi padre está ahí, eternamente feliz, sonrosado comiendo, riéndose, abrazándonos, junto al árbol, junto a mí con mi corazón chirriante de felicidad. Mi padre será siempre Navidad para mí.
Que la luz de la estrella de Belén les ilumine, amigos amados.
Desde Chile les abrazo con mucho amor. Gracias por leerme.

lunes, diciembre 21, 2009

he vuelto, creo.

Chicos, tengo internet en casa, qué maravilla ¿no? Y puedo dedicarlo un tiempo más largo a escribir mi blog, aparte de ver series gay en youtube, por ejemplo El cor de la ciutat, que aparte incrementa mis niveles de catalán, lengua que por demás, se parece al castellano tanto como el portugués, es decir, no se entiende un carajo.


Me encanta esa serie, me gusta cómo se entrecruza la vida, cómo se complican, pero sobre todo me gusta cómo muestran el amor entre hombres bien hombres, esos besos contenidos o desatados, el amor gay siempre me ha llamado la atención, ya lo saben, y me es escaso de ver como me gusta a mí.


Bueno, he estado haciendo mis famosas galletas Pigú (yo me llamo, entre muchos otros nombres, Pigú, y no tiene nada que ver con los cerdos en inglés). Las corto con diseño navideño, las pinto con glasé, las vendo, las como, y veo cómo las come mi hijo. Mi pequeño ha crecido, es largo, y aún quiere dormir conmigo, se me abraza en las mañanas, pega su cabeza a mi pecho y ese gesto revienta en mí un millón de burbujas de ternura. Mi hijo crece, ya es adolescente o casi, ya no quiere que lo vea desnudo, se cubre con pudor, pero aun quiere que entre al baño cuando se ducha para que conversemos.


Todo eso pasa, y yo sin saber de Antonio ni de Xavier, sin ver a mi amor, o viéndola muy poco, el día pasa, los días pasan sobre mí y sólo puedo decir: he hecho galletas, y leí 2666 de Bolaño y lloré, y me horroricé, y quedé manchada de sangre femenina, de huesos hioides fracturados (principal causa de esas muertes en Santa Teresa), de pezones arrancados, de pechos cercenados, de todo el horror que Roberto le puso a esas páginas y que aún me atenazan de terror. También quedé atravesada del gigante alemán que no era nada y de pronto escribió (porque escribí porque escribí estoy vivo) y fue como volver a caminar sobre el fondo del mar (ah, el fondo del mar, los peces del abismo, algún día yo escribiré esa novela). El gigante alemán que tuvo que empuñar un arma, esconderse en buhardillas que se caían a pedazos, el que amó a una loca que lo amó primero, el que vivió un diario que no escribió, pero que fue el principio de su escribir, de su eterno deambular por libros que inflamaron a los cuatro amigos con quienes parte y de alguna manera termina el libro. Y quién iba a pensar que a las finales eran parientes. Lo son, y es una metáfora de cómo estamos relacionados todos, somos producto de una misma mezcla, una cosa maravillosa, humana, asesina y angelical al mismo tiempo, todo lo que somos está emparentado como un sobrino y su tío que nunca se conocieron y sin embargo se intuyen en los gestos propios, en el porte de gigante, las manos enormes quitándole la vida a la única muerta que dejó lo suficiente para inculparlo.


Salgo con Etxe y me encuentro a alguien que difícilmente reconozco, con argumentos cagones, sangrones, con una forma de amar que me da pena, prefiero ser infiel, o ser libre en el amor, a estar pensando que tengo seguro el amor de alguien, yo no tengo a nadie seguro, yo sí, yo soy de una, de una sola, aunque me toquen otros, soy de una, y la extraño mucho y me duele no disponer de mi tiempo a mis anchas para correr adonde sea que ella esté, por fin abrazarla.
¿Qué más? Ya dije, no he sabido nada de Xavier. Nada, ni sé si está vivo, qué macabro pensárselo así, pero si muere allá en Uruguay (que para Antonio me queda cerca, casi al lado, un subirse y bajarse del avión, pero para mí es lejos, muy lejos) no tengo cómo saberlo.


De Antonio, nada tampoco, pero con Anto me es más normal, y al mismo tiempo más doloroso, seguro que resurge diciendo, he estado ocupadísimo nena, bonita, pero acá estoy, y felices fiestas. Felices fiestas, seguro, amigo, bonito, pero por fa escríbele a la chilena, que se muere de saber de ti y tus hijos enormes, ya unos hombres, ya lejos, y muy pronto más cerca que nunca, Anto, bonito aparécete de una buena y condenada vez.

PD. me enamoré de dos o tres cosas, las fotografías de olas por dentro de Clark Little, el show de Juanelo (grande, Can), y las Dosis diarias de Alberto Montt. estos dos últimos son monos chilenos y me parto de la risa.