lunes, marzo 10, 2008

el factor Cuevas


Es perfectamente sabido que en Chile para hablar "nos comemos" las eses finales, que hablamos como dicen ciertos diccionarios de español para gringos, con un deje andaluz, que entre otras cosas nos hace hablar así: "pelao", "comío", "gracia", por: pelado, comido, gracias. Son cosas de por acá y una trata de hablar con todos los fonemas consignados en letras en el papel porque aunque hablamos así, escribimos como si no habláramos así, al menos yo, la mayoría de las veces.

Pues bien, adopté de mi hermana (que creo que adoptó de una prima, cuyo primer apellido es el segundo mío), el que cada vez que alguien me pregunta mi segundo apellido (Cuevas), respondo, en clave de joda: "cuea". Bueno, no siempre lo hago, sólo a veces, dependiendo del contexto, obvio. Pero siempre logro carcajadas cuando digo en vez de Cuevas "cuea" porque la cueva o cuea está asociado a un montón de cosas, cosas todas que yo no poseo en demasía o no poseo en absoluto.

Partiendo por el poto, o trasero, para que no se me espanten en Bogotá o en Madrid, o donde sea que no sea Sub-América andina bien abajito. Es cierto, se usa poco para eso, por ejemplo, para decir "mansa cueva que tiene la mina" (por decir tremendas nalgas). Pero se usa, a veces.

Siguiendo por la suerte, porque eso sí que se usa y en cantidad, asociado a la cueva. "Mansa cueva", se dice por decir: tremenda, tamaña suerte. O, "por cueva", por decir: por suerte. Pongamos por ejemplo "alcancé a llegar a tiempo al examen de pura cueva", o "me salvé de cueva de quedar atrapado en el metro", en fin. Se entiende, supongo.

Con este hecho tengo algunas anécdotas universitarias. Ciertos compañeros de estudio (si se puede llamar estudio a lo que uno hace cuando se junta a cualquier cosa menos a eso en la universidad) llegado un momento de la noche o de la madrugada, cuando ya habían cachado que no se habían estudiado ni el diez por ciento de la materia que entraba en el certamen acudían a mí, los muy simpáticos, y frotaban mi cabeza, mi espalda o mis hombros con vehemencia, diciendo, los muy, pero que muy simpáticos "apelaremos al factor cueva". Había otros que ni habían "estudiado" conmigo y llegados a última hora al aula, me veían y se iban derechos sobre mí, a hacer el mismo ritual. Según ellos, yo, al tener el apellido, tenía también el factor, el factor cueva, es decir, el factor suerte y aplicaban la cábala del flojo, de frotarme pensando que yo les transmitiría la suerte que no creo poseer. Yo estudiaba, mejor, estudiaba poco, estudiaba al peo a veces, pero estudiaba algo, mejor, y no me frotaba a mí misma ninguna parte en especial, y si estaba urgida de suerte o de ayuda divina me ponía a rezar, la muy fresca, a un Dios que dejé abandonado por largos y penosos años, y al que recurría sólo en casos así, de extrema urgencia.

También se dice "estar cueva" (en realidad se dice "estar cuea") al hecho de estar muy borracho. "Estábamos todos los huevones enfermos de borrachos, pero ése huevón estaba cuea" es un buen ejemplo de ello.

Ninguno de los tres usos para mi segundo apellido me viene mucho. No tengo poto, no tengo suerte, y no suelo quedar cuea jamás, o en muy contadas ocasiones, una vez cada dos años, como mucho, pero ni eso, lo que hago es quedar borracha, pero nunca llego al estado de quedar cuea.

Así que mi segundo apellido era eso, no más. Mi padre tenía los mismos dos apellidos que yo y mis hermanos, su madre (por cueva) también se apellidaba Cuevas y era divertido para nosotros eso, extremadamente chistoso llamarnos con los mismos apellidos que él, y confundir a los profesores y demás empleados públicos cuando de llenar fichas se trataba. Apellido del padre. Tanto, decíamos. Apellido de la madre. Cuevas, decíamos. Nombres y segundo apellido del padre, y ahí venía lo divertido. No puede ser, me decían a veces, sobretodo cuando era muy pequeña (la gente grande siempre, históricamente, tiene la mala costumbre de no creerle mucho a la gente chica). Ya, decía yo, pero así es, mi abuelita equis (mi primer nombre) se apellida Cuevas, y así no más es, señor profesor.

Estaríamos con eso, decía yo. Mi madre es Cuevas, yo soy Cuevas de segundo apellido, y así no más es. Nunca me había detenido a pensar en ello, asumía que una es lo que es, que los apellidos no son nada más que eso, que la sangre y su llamado no es algo de mucho peso, que los Cuevas que yo conocí en mi ciudad natal maleva eran todos los Cuevas que tenía que conocer, y sanseacabó con respecto al temita.

Pero no. No se acabó. Mi abuelo Cuevas (al que no conocí jamás, ni siquiera mi hermano, ni mi hermana, la primera) tenía un hermano. Tenía varios hermanos, digamos. Pero uno de estos hermanos se vino al centro del país, muy cerca de Santiago-es-Chile. Eso fue hace muchos años. En el siglo pasado, los años treinta, por ahí. Durante veinte años no se vieron. En medio de eso, ambos se casaron y tuvieron hijos. Se habrán comunicado de algún modo, porque para cuando mi madre tenía trece o doce años, en más o menos mil novecientos cincuenta, mi abuelo agarró a sus tres hijos, entre ellos mi madre, y partió por tren (en un viaje de tres días) a visitar a su hermano por un mes. Ahí mi madre y su hermana se hicieron amigas de sus primas.

Es curiosísimo lo que voy a relatar, pero es cierto. Dos primas tenían los mismos nombres que mi madre y mi tía, y además eran de edades parecidas. Habían más primas, eso sí, menos mal, y más primos, también. Otro primo chico tenía el mismo nombre de mi tío, también chico pero de edad no tan parecida al primo paralelo. Es decir, durante veinte años estos hermanos no se vieron pero tuvieron hijos más o menos coincidentes en edad y en nombre. Loco de locura total. Loco de Cuevas, no más. O simplemente, pura cueva.

OK. Sigamos. Mi madre cuando niña y adolescente siguió yendo, de vez en cuando (siempre en tren, siempre en un viaje de tres días) a aquella ciudad, pero luego, entre otras cosas, se casó, y no fue más. Pasaron de nuevo casi veinte años, desde su última visita a sus primas. Hace algún tiempo recomenzó sus visitas a esa ciudad, a visitar a sus primas y primos, que más encima, viven casi todos juntos. Eso cuando vivía en Santiago. Ahora ya no vive en Santiago, pero viene de visita. Y se hace siempre un tiempo y los va a ver todos los años. Ya no a la misma casa, pero en la misma ciudad rural cercana a esta ciudad capital. Siempre me comentaba de ellos, de las primas tal y cual, del primo tal (creo que está de más decir que los nombres de mi familia Cuevas en mi ciudad natal maleva se repetían una y otra vez, aunque menos mal, no siempre, en las generaciones de pequeños Cuevas).

Yo escuchaba todo esto fascinada, prestaba atención a cada detalle, y me iba haciendo en mi mente imágenes-Cuevas cada vez más locas. Hasta este año. Hasta hace poco, muy poco. Febrero de dos mil ocho. Mi madre, de visita en Santiago, anuncia visita a la ciudad de sus primos. Yo le digo "me dan unas ganas tremendas de acompañarte". Mi madre responde encantada que vamos. Y voy.

No puedo explicar del todo lo que me pasó allá, pero se puede resumir en lo siguiente: el año pasado escribí Cuba, cuento que este año por fin pude retomar y afinar como nunca antes pude. Ahí pongo a alguien que de pronto llega a visitar a familiares que nunca ha visto y que sin embargo lo tratan como si nunca lo hubieran dejado de ver. Me dije: es cosa muy loca que esto pase en realidad, pero le viene de perillas a mi cuento. Bueno, a mí me pasó. Llegué allá y de inmediato me conocieron todos los que me saludaron. De inmediato me tiraron tallas, de inmediato me abrazaron, y de inmediato me sentí en casa. Así, automática, instantáneamente. Yo los miré y los reconocí de inmediato, también. Éramos todos Cuevas, simplemente, y no había que decir nada más, excepto pasárnosla muy bien y estar todos encantados de estar juntos. Es increíble, me dije. Esto no me puede estar pasando, que las primas de mi madre sean tan parecidas a mi madre o a mi tía (hay una que es un clon de mi tía), que las cejas de mi tío-primo sean las mismas de mi tío, que el guiño para la broma sea el mismo en los hijos de las primas que en mí misma. Ahora comprendo que yo soy muy, pero que muy Cuevas. Que todos los Cuevas somos chistosos y payasitos. Que todos los Cuevas somos ingeniosos para usar el lenguaje, y nos gastamos bromas a cada tanto que podemos con sus juegos ambiguos. De hecho, en algún minuto lo dije: "somos todos cuea" y se cagaron de la risa, como sólo los Cuevas parece que nos reímos.

Ellas me miraban tierna y detenidamente (las primas de mi madre) y se impresionaban de mis gestos lo mismo que yo me impresionaba de los suyos. Era como ver un espejo, era como verse a una misma, con otra edad, pero una misma. Me preguntaban por mi hijo y mi hermano con total familiaridad, como si ya los conocieran (lo que dadas las cosas es en parte verdad), pidiéndome que los llevara. A mi hermana le dije, oye, tienes que ir, te vas a morir de la impresión. Es como ver a mi tío y a mi tía, y a todos nuestros primos. Somos demasiado parecidos.

Así que ahora le hago cariñitos a mi segundo apellido, entendiendo por fin rasgos míos que siempre he tenido, entendiendo esta cosa mía, loca y delirante, de hablar como hablo, sintiendo por fin que tengo una tremenda cueva, la cueva de apellidarme Cuevas.

Mansa cueva.